Un nuevo agosto de regreso a mi rinconcito del mundo, el pueblo de la Montaña Palentina del que os hablaba en varios de mis posts anteriores, este post sobre la escuela rural y su importancia para fijar población en los territorios, y este otro en que disertaba sobre los procesos formativos implicados en la evaluación. Un nuevo mes estival que me regala la reconexión con la naturaleza y una vida más lenta y consciente. Unas semanas que, en su sencillez, cada vez veo más como un lujo que pocos se pueden permitir en el frenético ritmo laboral impuesto por el sistema capitalista. En estos días de dolce far niente, me permito más que nunca observar con calma lo que veo a mi alrededor, sentirlo con el corazón y el cuerpo y analizarlo con la cabeza.
Desde mi ventana tengo a la vista el “caño” del pueblo. Es un pilón donde cae perpetuamente un límpido chorro de agua de manantial, que debe de llevar muchas décadas, quizás siglos, dando de beber al pueblo. Mi madre, que tiene 75 años y también pasaba los veranos de su infancia y adolescencia aquí, ya lo recuerda como uno de los lugares de reunión donde la gente acudía con sus botijos y frascas a coger agua para beber y regar sus plantas, al tiempo que hacían vida comunitaria. Como dice mi tía abuela Pilar, que hasta no hace tanto bajaba con su regadera para llenarla en el caño, “una lechuga regada con esta agua sin cloro sabe mucho más rica”. No tengo la fortuna de tener un huerto en el pueblo, pero sí cocino y preparo cada día el café en la cafetera italiana, y puedo asegurar que no sabe igual que el que hacemos en Madrid.
Hoy os quería hablar del caño del pueblo porque desde hace cinco o seis años es el hogar de algunas truchas.
Aunque el Ayuntamiento del pueblo hace los análisis pertinentes al agua del caño cada cierto tiempo, no se me ocurre mejor bioindicador de salubridad y potabilidad que el hecho de que nuestras resbaladizas amigas vivan en el pilón. Son animales muy sensibles a la pureza de las aguas de los ríos; el creciente deterioro por vertidos y contaminación de nuestros cauces hace que cada vez sea más complicado verlas en libertad. Por eso es tan fascinante poderlas disfrutar, vivitas y coleando (valga la expresión de forma literal, esta vez) en la fuente de la que bebemos a diario.
La primera vez las trajo un primo de la familia, Manolo, que solía entonces trabajar en una piscifactoría en la alta montaña. Luego esas primeras truchas han ido creciendo y, con el tiempo, las han ido sustituyendo por otras. Este verano, para dar la nota de color, alguien trajo incluso dos carpas que destacan, con sus tonos rojizos y anaranjados, entre los tonos pardos y grises de nuestras amigas. Me siento en el borde del pilón y las observo. Parece que la convivencia funciona sin problemas, no se molestan en absoluto ni se atacan. La naturaleza nos muestra el camino siempre. Ya podían aprender muchas comunidades humanas que confunden cohabitar con convivir.
En nuestro pueblito no tendremos un gran acuario con especies marinas, coloridas y exóticas, con grandes tanques de agua bajo los que el visitante puede pasear; eso queda para atracción turística de las grandes ciudades costeras que son destino vacacional de muchos. Nosotros tenemos nuestras truchas.Y os aseguro que tienen muchos visitantes entre la chiquillería del pueblo y de las aldeas de alrededor. El trasiego por el “caño” es incesante, máxime en estos meses vacacionales.
Hace unos años, el Ayuntamiento puso en uno de los pilares del pilón un cartel que reza “Respeten las truchas”. En estos años de contemplar desde la ventana el cumplimiento de esta petición, he de decir que he visto de todo y no siempre son comportamientos positivos. A veces, suceden por puro “buenismo”, como los que se dedican a echar barras enteras de pan duro en el agua y la enturbian. Barras mojadas que yo, cuando soy testigo del error, saco pacientemente del agua y tiro al prado cercano, a sabiendas de que tampoco deben de ser muy buenas para los pájaros que picotean acto seguido. La gente que tira el pan duro en el pilón ni siquiera se plantea si ese producto humano, con su sal, levaduras y harinas, es o no apropiado como dieta para los animales. Y mira que sería fácil hacer una búsqueda en internet y comprobarlo: muchos de ellos se sacan su smartphone del bolsillo para mirar cualquier cosa y se quedan enganchados en el scroll infinito de las redes sociales, mientras vienen a llenar sus botellas de agua sin cloro para el consumo del día. Ni en vacaciones somos capaces de desconectar de las pantallas para reconectar con nosotros mismos y lo que nos rodea.
Ya os adelanto que el pan no es adecuado para dar de comer a las protagonistas de nuestro post: las truchas son animales omnívoros que consumen insectos y sus larvas, pequeños invertebrados acuáticos y crustáceos y, puntualmente, algunas bayas o semillas que puedan caer al agua. Los vecinos que las han traído desde la piscifactoría les echan, de cuando en cuando, un poco de pienso apropiado para su engorde.
Como autoproclamada “guardiana de las truchas” también me ha tocado hacer pedagogía con niños que las jaleaban con palos y se sumergían, literalmente, dentro del pilón a chapotear; intentar razonar con adultos que metían las manos en el agua intentando atraparlas, o echar directamente la bronca a adolescentes que trataban a los peces a pedradas. En ocasiones, estos episodios que me enervan han sucedido con la connivencia de adultos que han ignorado la petición del cartel olvidando, con negligencia pasmosa, su obligación como progenitores de educar a sus vástagos, ante comportamientos claramente incívicos. Todavía pienso con enfado en una situación que vi desde la ventana hace unos años, cuando tres parejas de adultos con sus hijos vinieron a sumergir “churros” de natación al caño y vociferaban a los niños “dadles, dadles, a ver si las estresáis” mientras el juego consistía en ver quién hacía más ruido y tiraba más agua fuera del pilón.
Sin embargo esta mañana de agosto, cuando me disponía a llenar las botellas diarias para el consumo del día, ha sucedido algo que me llena de esperanza.
Estaba acuclillada llenando una tras otra las botellas, cuando he oído llegar corriendo a una cuadrilla intergeneracional de pequeños exploradores. Debían de ser una decena. Una nena rubia, de unos tres o cuatro años, me pregunta, con su media lengua: “Hola, ¿qué hases?” y le explico que esa agua se puede beber y que la tomamos a diario, porque la preferimos a la del grifo. Todos los demás niños se acercan a nosotros, nos rodean, y otra niña, algo más mayor, exclama, triunfante: “¿Veis? Os dije que había un montón de truchas aquí”. Todos los demás se inclinan, curiosos, y se asoman al agua para verlas, pero ninguno las molesta. Les recuerdo, sonriente y relajada, que es precioso verlas tan de cerca, pero que hay que cuidarlas y respetarlas. Comento con la chica más mayor del grupo, ya una adolescente: “Qué bien que se comporten así, hay que educar a los pequeños en el aprecio por el medioambiente”. Ella me responde: “a veces es difícil, pero se consigue”. Nos sonreímos. Uno de los otros peques gira la cabeza y grita “¡Mira, mira, ven corriendo!” y veo que, por la calle, llegan dos adultas. Infiero que son madres o al menos familiares del grupo. Me saludan de forma agradable y compruebo que sus caras no me resultan, a priori, conocidas. Quizás sean de los pueblos vecinos o visitantes poco habituales. Una de ellas exclama: “Ay, qué maravilla poder verlas así. Qué suerte, chicos. Pero, por favor, no las agobiéis, no os echéis todos encima. A los animales no podemos molestarlos”. Yo sonrío, para mis adentros, pensando en la suerte que tienen esos niños y niñas de tener como referente una adulta que piensa y se comporta de esa forma. Uno de los muchachos, más intrépido, se sube al murete del pilón, rozando con la punta del pie la superficie del agua, para ser enseguida reprendido por la mujer: “¿No me oíste? Si las vas a molestar, nos vamos”. Yo regreso a mi casa, que apenas dista unos metros del caño, con el corazón contento. Algo va cambiando, me digo para mis adentros.
En un planeta cuyo hemisferio norte se achicharra en plena canícula, donde hemos superado el Día de la Deuda Ecológica tan pronto como el 1 de agosto, quizás vamos comprendiendo que cuidar el medioambiente es cuidarnos a nosotros mismos. Que tenemos que sanar nuestra maltrecha relación con la Madre Naturaleza y con el resto de los seres vivos con los que compartimos esta “Casa Común”. No todo está perdido por mucho que los agoreros de la colapsología nos machaquen. Y no estoy negando a estas alturas lo evidente.
Estamos claramente en pleno colapso civilizatorio, no solo climático. No obstante, como nos recuerda en su maravilloso libro Una trenza de hierba sagrada Robin Wall Kimmerer, “Después de saltar o de que nos empujen o de que el límite del mundo conocido se desmorone a nuestros pies, nos precipitamos, girando hacia lo ignoto, lo inesperado. Tenemos miedo a caer. Los dones del mundo aguardan para sostenernos”.Pienso en la Red de Educadoras de Fundación Paisaje, a la que felizmente pertenezco, y en el papel regenerador que podemos tener los humanos. Subo a casa y abro el ordenador para verter en palabras toda esta mirada más apreciativa y ecocéntrica. Y me doy cuenta de que, en los últimos días, he visto muchos más signos de que algo está cambiando. Mi mirada también enfoca en la dirección correcta.
https://www.youtube.com/watch?v=eM7m44rKTEo&tPienso en mi pequeña amiga Miren, de 8 años, que me saludó hace unos días desde lo alto de las ramas de un árbol en el plantío. Cuando le recordé que estaba genial que se subiera a los árboles, pero sin dañarlos ni romper sus ramas, mis palabras fueron: “acuérdate de que los árboles son muy importantes: nos dan sombra en medio de este calor insoportable…” pero Miren acabó la frase: “…y limpian el aire que respiramos, ya lo sé”. Y se bajó del árbol para seguir la conversación, explicándome de paso que su madre también se lo había dicho y que le gustaba colgarse y columpiarse de una rama saliente, pero sin romperla. Cuán diferente este comportamiento al de este otro post en el que os contaba una peripecia sucedida hace diez años en el colegio de mis hijos. Y su voz de niña se me confunde en mi cabeza con los trinos y chillidos breves y agudos de los vencejos al atardecer, mezclados con el croar de las ranas que apenas hace dos días escuché a orillas de uno de los pantanos de esta Montaña Palentina. Aún quedan refugios y nuestro deber es sentir gratitud inmensa hacia ellos, cuidarlos, mantenerlos y devolverles la biodiversidad perdida para que los disfruten las generaciones venideras. La educación desde el hogar, desde las escuelas, institutos e instituciones educativas superiores, tiene un papel clave en este tema. Porque, como dice de nuevo Robin Wall Kimmerer, “hemos de construir colectivamente una imagen de futuro, una cosmovisión definida por la prosperidad humana (…) hallar la forma de que el conocimiento, el cuerpo, la mente y el espíritu se encuentren en armonía, por emplear los dones del ser humano para crear un don que entregarle a la tierra”. Sanarla y sanarnos.
En estos días he estado leyendo el informe “Jóvenes y Medioambiente 2023”, de la Fundación SM y el Observatorio de la Juventud en Iberoamérica. Hay cifras y porcentajes que asustan y que tenemos que revertir con urgencia a través de la educación formal e informal. No nos podemos permitir que el 72% de los encuestados estén total o parcialmente de acuerdo con la afirmación de que “somos incapaces de abandonar nuestro estilo de vida consumista para frenar el desastre ecológico” o que el 47,4% piense que “La batalla por salvar el medioambiente ya está perdida. Hagamos lo que hagamos, el colapso ecológico ya no es evitable”. Están pidiendo a gritos más concienciación ecocéntrica y acción regenerativa en el sistema educativo, como muestra que el 82% de los encuestados se muestren parcial o totalmente de acuerdo con que en las escuelas se ofrezca más formación en temas medioambientales.
Cuando me agobian estas cifras y caigo en el desánimo, recuerdo de repente la mirada atenta del sauce llorón que, junto al caño, ha visto pasar la vida de muchas generaciones “creciendo con elegante parsimonia, lejos de la lela prisa de los humanos”, como dice el gran Joaquín Araujo en su libro Los árboles te dejarán ver el bosque. Sabe, como Robin Wall Kimmerer, que la naturaleza siempre aguanta el envite, y me recuerda que sí, que aún estamos a tiempo, y que los signos positivos que estoy viendo, poco a poco se van extendiendo entre las generaciones más jóvenes. Son nuestros brotes de esperanza para construir culturas más regenerativas.
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