
Sucedió hace años, pero el recuerdo de aquella anécdota se ha quedado grabado en mi memoria de modo indeleble. Son las cuatro menos diez de la tarde de una tarde soleada, pero fría, de invierno. Un montón de padres y madres esperan, pacientes, la salida de sus hijos de un colegio de primaria en un pueblo cualquiera, en la periferia de Madrid. Entre esos padres y madres estoy yo, charlando con una amiga que es también madre del cole. Algunos niños más pequeños corretean alrededor de nosotras. Son los hermanos pequeños, que han salido cinco minutos antes de la zona del edificio dedicada a educación infantil.
De repente, me fijo en una de las esquinas del patio. Han plantado recientemente unos arbolitos que, con el paso del tiempo, darán sombra a los escolares mientras juegan. De momento, son poco más que unos palos un poco escuálidos con cuatro o cinco ramas peladas.
Un niño pequeño, de unos 4 años, ha trepado por el poyete de la valla y está literalmente colgando de una de esas ramas tísicas, que sufre bajo los envites, a punto de romperse. Miro durante un minuto, aproximadamente, sin decidirme a acercarme; en parte porque el rincón del patio me queda lejos, pero también porque junto a la criatura protagonista hay varios adultos que contemplan la escena, impasibles. Espero, con la convicción casi absoluta de que alguno de los adultos le dirá algo o le mandará parar… Pero transcurren algunos segundos más y allí nadie mueve una pestaña. Me fijo más y reconozco al niño (es el hermanito de uno de los compañeros de mi hijo) y veo que su madre está del otro lado de la verja fumando un cigarro y viendo lo que sucede.
En ese momento, me puede la educadora que llevo dentro y me acerco al niño (y de paso a su madre, de la que la verja apenas nos separa unos metros). Con un tono lo más neutral y suave que puedo, le pregunto: “¿Por qué te cuelgas así de la rama? ¿No ves que la vas a romper?”. El niño me mira un segundo, y sin soltar la rama sigue tironeando. Yo insisto, mi tono se va haciendo un punto más urgente: “¿no me has oído? ¿Te ha hecho algo el árbol para que lo trates así?”. Los tirones a la rama continúan con más vigor, si cabe, y me sorprende la mirada retadora de ese pequeño, de apenas cuatro años.
Alguno de los adultos que está cerca murmura algo sobre la falta de educación que tienen algunos críos, sin mucha convicción. Otros adultos empiezan a girarse hacia la escena, y la madre del pequeño protagonista comienza a violentarse. Tira el cigarrillo, cruza la valla y mirándome, agarra a su hijo del brazo y le dice: “venga, vamos a la puerta, que ya sale tu hermano”.
Mientras la escena sucede, mi hijo de 2º de primaria (8 años) ya ha salido y me busca con la mirada. “Qué ha pasado, mamá? No te veía a la salida y te estaba buscando”. Yo le explico toda la escena y mi hijo responde “Vaya, eso no se puede hacer con los árboles. La directora nos ha explicado que los tenemos que cuidar mucho y que algún día se harán grandes”. Suspiro, ciertamente aliviada.
De vuelta a casa, en el coche, mi hijo me va contando anécdotas de su día (a los 8 años, aún mantienen esa comunicación fluida que luego, en la adolescencia, se vuelve un intercambio de monosílabos) pero yo no me puedo concentrar. Mi cabeza no hace más que darle vueltas a la situación que he vivido minutos antes.
¿Qué nos ha pasado como sociedad y por qué creemos que los hijos son solo asunto de sus padres?
¿Por dónde nos está llevando este individualismo tan terrible? ¿En qué momento hemos perdido los lazos comunitarios que guiaban el bien común y cívico? ¿Por qué nos paraliza amonestar o reconducir a un niño que no sea nuestro propio hijo, con el temor a que los padres nos digan que nos hemos metido en lo que no nos incumbe, aunque el niño manifiestamente está haciendo algo que no es bueno, ni para él como persona, ni para la comunidad o el entorno, ni para el medio ambiente? Pienso en que una situación así no se hubiera dado, probablemente, hace tres décadas. E inmediatamente me autocensuro por pensar de modo nostálgico, con ese sesgo falaz de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Los educadores tenemos que mirar el presente y poner la mirada en el futuro.
Buscando alguna explicación al desagradable incidente, recuerdo alguna de las afirmaciones de Francesco Tonucci, en su libro La ciudad de los niños:
Los entornos urbanos no están bien adaptados a la niñez; en las ciudades modernas están trastocados los conceptos de bienestar y convivencia humana. Hay que recuperar el espacio público para que los niños puedan volver a jugar en la calle, ir solos a la escuela, compartir las plazas con los ancianos y construir lazos intergeneracionales en una sociedad que envejece.
En alguna ocasión he escuchado a Tonucci en entrevistas preguntarse por qué tenemos la sensación de que los niños de pueblo nos parecen más pacíficos que los de ciudad. Quizás nuestro protagonista, aparte de retarme a mí con la mirada, no pueda respetar a otro ser vivo como el árbol, con el que apenas ha convivido en un entorno en que predominan patios de juego con suelo de hormigón, parques con columpios de metal y PVC, y donde apenas se oyen los trinos de pájaros.
Mientras sigo conduciendo, me viene a la mente también el proverbio africano que José Antonio Marina puso de moda allá por 2004, cuando publicó su libro Aprender a vivir: “al niño lo educa la tribu”. No voy a ser tan ingenua como para interpretar la palabra “tribu” en un sentido literal. Aunque sepa que existen prácticas alternativas como los grupos de crianza compartida en España, y que hay algunas comunidades que están volviendo a generar redes de apoyo vecinal y ayuda mutua, retomando prácticas sociales y de convivencia de antaño que no deberíamos haber perdido.
Sé que mi idea de la “tribu que educa” es, en los tiempos que corren, casi revolucionaria… para que fuera posible ese escenario, necesitaríamos volver a un modelo social con un fuerte sentido ético, donde todos sintamos la responsabilidad de cuidarnos unos a otros y confiemos en la lealtad mutua, para ser al final individuos más completos y ciudadanos más cívicos. Volver, en definitiva, a la filosofía sudafricana de UBUNTU: Nosotros somos; por tanto, soy. Y dado que soy, entonces somos.
Vuelvo de mis reflexiones cuando mi hijo de 8 años me dice: “A partir de mañana, voy a decir a mis amigos que tenemos entre todos que ser los guardianes del árbol, para que nadie lo rompa”. Y me doy cuenta de que los niños sí tienen asumida, a su manera, mi ideal de tribu. Sonrío y decido que ya es hora de prestar atención al parlanchín de 8 años que va sentado en el asiento trasero. Cuánto nos queda a los mayores por aprender de ellos. Ni que decir tiene que, en las semanas sucesivas, un escudo protector de compañeros de ocho años, enrolados a la causa del árbol por mi hijo, defienden las ramas tísicas a la hora de la salida del cole. El pequeño de cuatro años al final entiende el mensaje. Nada mejor que el modelaje entre iguales. Y yo recupero la fe en que, quizás, no sea del todo una utopía la educación en la tribu. Aunque la madre de aquel niño no vuelva a hablarme en lo que queda de curso o me mire de soslayo, entre ofendida y retadora; demasiado civilizada ya para creer en que hace falta una tribu para su hijo.
Fantástico post Eva!
No se puede, ni se debe mirar hacia otro lado ante ciertos comportamientos que parecen ajenos a una, quiero creer, minoría.
Siempre con la mirada en positivo, pensemos que son una minoría. Gracias por tu comentario 🙂
Querida Eva. Es la historia del siglo XX las que nos ha llevado a esto. Y todo desemboca en mayo del 68, en el que necesariamente había que luchar contra los autoritarismos que tanto daño hacían hecho en gobiernos, en la sociedad patriarcal…
Pero pasó la frenada y cualquier cosa que se relacione con autoridad en entendida o asociada con merma de libertad del individuo. Todo ello bien fomentado para educar una masa social más fácilmente manipulable y consumidora. Todo ello nos lleva a anécdotas como la que nos has señalado pero el problema es de gran calado y la voluntad de revertirlo es bastante incierta. Tu desde luego tienes bastante influencia en muchísimos formadores y espero que pongas empeño en ello por el bien esas futuras generaciones a las que tanto esfuerzo y amor les dedicamos.
Un afectuoso saludo y mil gracias por esas clases de H.Gardner que tanto abrieron mi mente.
Efectivamente, querido compañero de profesión. Hay muchos conceptos mal entendidos y mientras no comprendamos que la responsabilidad compartida, la búsqueda del Bien Común y el altruismo es lo que nos hace más felices, completos y libres, seguiremos creyendo que nos resta libertad el cuidar del Otro que forma un todo conmigo, con el Yo (UBUNTU). Pero para cuidar de eso estamos los docentes y los padres comprometidos con la construcción de un mundo mejor desde la educación. Un afectuoso saludo.