Como cada agosto desde ya hace algunos años, mi familia y yo hemos planificado y realizado recientemente un ascenso a una cumbre de la Montaña Palentina, nuestro lugar de descanso estival. La Montaña Palentina es bastante agreste y solitaria, tiene fuertes pendientes con escasa cobertura vegetal, y al estar formada por antiguos valles glaciares, hay numerosas morrenas de piedra caliza suelta que pueden hacer complicados los descensos, que son molestos para las articulaciones de tobillos y rodillas y que pueden ser incluso peligrosos si pierdes el pie. En definitiva, es una montaña que puede ser exigente para excursionistas amateur, como nosotros, así que intentamos siempre planificar nuestros ascensos más largos y difíciles para cuando nos sentimos algo más entrenados, hacia la tercera semana de agosto, tras haber caminado mucho, practicado a diario algún deporte que prepare nuestras piernas (ciclismo) y probado con cumbres más pequeñas o excursiones más cortas, que exigen menos esfuerzo, como aperitivo del gran festín montañero del verano.
Supongo que, mientras el lector lee este primer párrafo, se preguntará qué tienen que ver las excursiones montañeras de mi familia con la evaluación, a la que hago mención en el título del post. Ayer, mientras iba caminando, me di cuenta de cuánto en común tiene el proceso de ascender una cumbre al proceso de evaluar adecuadamente. Y quería compartir con vosotros mis reflexiones.
El plan familiar era la subida, por primera vez, al Alto del Tío Celestino, una cumbre a 2396 m. de altitud desde la que se puede contemplar la laguna glaciar de Fuentes Carrionas, lugar de nacimiento de nuestro río favorito, el Carrión. Para llegar hasta allí, durante al menos dos terceras partes del trayecto llevamos la ruta que ya hemos realizado otras veces, la senda del Pozo de las Lomas, otra laguna de origen glaciar.
El hecho de que ya conociéramos, en gran medida, las peculiaridades de los distintos tramos en la ascensión, nos ayudó a dosificar muy bien el esfuerzo. De este modo, pudimos parar a reponer fuerzas en el sitio adecuado, sabíamos dónde había que ir más despacio o dónde teníamos que prestar más atención porque las piedras de caliza podían estar más sueltas y podríamos resbalar o caer. Lo mismo sucede con una buena evaluación. Cuando un docente comparte con el alumno los momentos clave del proceso, y las instrucciones de trabajo están claras, el alumno siente que el camino es seguro, que sabe dónde y cómo va a tener que esforzarse más o cuándo es el momento de, simplemente, disfrutar con los aprendizajes, que ya están dominados y claros.
Cuando comencé a subir a las cumbres con mi familia, hace algo más de una década, me obsesionaba mucho el resultado, llegar a la cumbre. Era como la evaluación sumativa: lo importante era llegar a cualquier precio, sumar cumbres. A largo de los años, sin embargo, hemos aprendido que es genial repetir alguna de esas subidas, y que conocer el camino previamente te hace disfrutar mucho más de la montaña. Como en el poema “Itaca” de Cavafis, es la ruta, el camino, y no la llegada, lo que importa. Tal cual sucede en la evaluación formativa.
Está claro que las sensaciones de transitar un camino nuevo no se parecen en nada a la experiencia que disfrutas cuando conoces ese camino y sabes qué te espera. Y lo importante de tener al lado a un profesor, un maestro -o un miembro del equipo directivo, si se trata de evaluar el desempeño docente- que te guíe certeramente. Sucede que, incluso los mejores profesionales a veces no son conscientes y, en su amplísima experiencia, dan instrucciones confusas o no calibran bien la dificultad que tendrá para el aprendiz un momento determinado. Me explico: la primera vez que hicimos el ascenso al Pozo de las Lomas, pregunté sobre las características del trayecto a un buen amigo montañero que conoce al dedillo todos estos valles y cumbres. Mi amigo me dijo que teníamos que pasar dos puentes sobre el arroyo Valcabe antes de iniciar el primer ascenso duro, y que, en el segundo puente, debíamos parar para tomar algo con glucosa- frutos secos o una barrita energética- porque nos iba a ayudar a afrontar la fuerte subida por una pedrera complicada. Lo que mi amigo había olvidado, era que no eran dos puentes, sino tres, los que teníamos que pasar. En su descargo diré que es cierto que uno de esos puentes quedaba en el borde del camino y no se atravesaba. Sin embargo, el resultado fue que tomamos nuestro suplemento de glucosa al iniciar un tramo de pendiente algo inclinada, pero no difícil. En aquella primera ocasión, cuando pensábamos que mi colega había exagerado, nos topamos con un tercer puente con el que no contábamos, con la dificultad real y con una subida que fue, efectivamente, un tormento.
Como hacen los aprendices que se fían de sus fuerzas y “engullen” conocimientos la noche antes de un examen, o creen que la prueba será muy fácil y no necesitan repasar, habíamos subestimado la dificultad del momento. A esto hubo que sumar las instrucciones erróneamente comprendidas y el hecho que, en el equipo de andarines, llevábamos entonces a un pequeño Francisco (mi hijo menor) de apenas seis años, del que había que “tirar” todo el tiempo porque estaba muy cansado.
Nunca debemos olvidar que lo normal es que todos los alumnos sean diferentes, y asumir que no todos en el equipo tienen las mismas fuerzas, destrezas o capacidades.
Otra de las cuestiones que los profesores más experimentados olvidan a veces en el proceso de evaluación es que, en un mismo equipo o clase, no todos están en un mismo punto de forma o de aprendizaje. Otras veces no se atiende bien la diversidad existente en el aula a la hora de plantear las tareas, establecer el itinerario o evaluar. En esta ocasión, y aunque ya conocíamos el trayecto hasta el Pozo de las Lomas, desconocíamos las características del último tercio del camino hasta el Alto del Tío Celestino. Volví a preguntar a mi amigo montañero sobre la dificultad y peligrosidad de ese tramo y me advirtió que, aunque no era peligroso, sí era cansado y se salvaba mucha altitud en poco trayecto. Esta vez fui yo la que olvidé considerar que uno de los miembros del equipo de andarines era hipertenso, y a media subida de ese último zigzag, cuando quedaban apenas 100 m de altitud que salvar, comenzó a marearse por el esfuerzo y la rápida subida. Además, se nos sumaron otros imprevistos, tal como sucede en cualquier proceso evaluativo: comenzó a soplar un fortísimo viento y la temperatura descendió de forma rápida. Contra tales dificultades, la motivación de seguir se vio muy resentida.
Así que tuvimos que avisar a parte del equipo, que iba adelantado, de que la misión de llegar arriba quedaba abortada, de momento, y que tenían que volver sobre sus pasos. Porque, si algo tengo claro en la vida, en la montaña y en los procesos de evaluación, es que el objetivo de llegar a la meta debe ser compartido. Por eso soy tan defensora del aprendizaje cooperativo, y del valor de la coevaluación. De poco vale que solo uno o dos disfruten de las vistas de la cumbre o de unos excelentes resultados si, por el camino, nos hemos dejado a parte del grupo o alguien está sufriendo.
No se trata de competir unos contra otros, o de que unos alcancen la cumbre y otros no, sino de llegar todos para saborear el triunfo juntos.
Luego están las balizas, los hitos que marcan el proceso y las indicaciones y señales que nos indican qué es lo esperable o por dónde tenemos que ir. Como en los procesos de evaluación, hay indicadores y normas, pero los buenos profesionales saben que no hay que obsesionarse con ellas y que cada alumno es un mundo. Cuando empecé a subir a las cumbres, buscaba en libros de rutas y en Internet toda la información precisa sobre duración del camino, sobre el grado de dificultad y sobre la valoración que otros montañeros hacían de las rutas que iba a recorrer por primera vez. Era como ver la programación de un profesor: esta unidad didáctica hay que acabarla, sí o sí, en seis días…. ¿y qué pasa si alguien tiene dificultad? ¿qué pasa si alguien se tuerce el tobillo? ¿y si nos da un golpe de calor o se echa la niebla de repente? Pronto me di cuenta de que, donde algunos montañeros consignaban en sus reseñas una dificultad “fácil”, a menudo para mí significaba “media”, y donde decían “dificultad media” para mí y mi familia solía ser “uyyy qué duro”. Las primeras veces nos frustraba; ahora, simplemente asumimos que no todos somos iguales ni estimamos los procesos del mismo modo. En el camino, vas mirando las balizas y las señales que te marcan cuánto camino queda y cuándo tiempo se supone que vas a tardar en subir.
Igualmente, en mi experiencia de hacer la misma ruta varias veces, sé que unos días cumplo con esos tiempos marcados y otras veces, simplemente, me paro a ver una manada de caballos salvajes, curioseo sobre una flor, veo una bandada de buitres o de águilas sobrevolar mi cabeza o me paro a tirar una foto porque el cielo está especialmente bonito. Y el tiempo que tarde en cubrir las distancias marcadas me da igual. La montaña es camino y aprendizaje, y el aprendizaje hay que disfrutarlo. Cada persona tiene su ritmo y, en lugar de competir contra otros montañeros que van más rápido que yo, que tienen mejor forma física, que me adelantan o que incluso bajan a la carrera desde la cima, no puedo medirme contra ellos, sino contra mí misma y mis sensaciones. Ese debe ser el sentido y objetivo final de una buena evaluación.
Aunque no se trate de competir, o de obsesionarnos con normas e indicaciones temporales, sí es importante fijarnos en las balizas que están instaladas a lo largo de las sendas señalizadas del Parque Natural, o en los hitos de piedra que han dejado manualmente otros montañeros cuando dejamos los caminos más transitados. Excursionista, ni se te ocurra adentrarte tú solo por otras rutas o no hacer caso de estos hitos, si no quieres encontrarte con una cavidad excavada por la erosión del agua y escondida bajo un brezo, en la que puedes caer o romperte una pierna. De modo análogo, por algo existen las programaciones, las listas de control, las rúbricas y las fechas de entrega de los profesores, para que te aventures en el proceso de aprender del modo más seguro posible.
Una evaluación guiada por el profesor de forma adecuada también permite al aprendiz focalizar su atención en aquello que le produce curiosidad o poner su foco en atender las dificultades. En la montaña, cuando llego a las pedreras y sé de la dificultad del tramo, solo tengo ojos para colocar y asegurar bien mi pie en cada paso, y para llevar las dos manos lo más libres posibles, por si caigo.
También soy muy consciente de dosificar, escucho a mi corazón y sé cuándo debo hidratarme en días de calor o en subidas muy pindias. Pero conocer el camino hace que, en los tramos más sencillos, pueda enfocar mi atención en otros detalles, y en cada viaje a la montaña aprendo y aprecio las diferencias. Ayer, pude ver una pequeña rana bermeja sobre unas piedras (es una especie endémica y parece que, como otros anfibios, está en peligro),
y observé cómo unos pequeños escarabajos marrones volaban agitando sus élitros delante del grupo de caminantes. Mi curiosidad hizo que los siguiera durante un trecho hasta que un grupo de cinco o seis aterrizaron sobre la hierba agostada y se reunieron en una especie de “bola de escarabajos” que no había visto nunca antes. Me han generado tal curiosidad que hoy he pasado un tiempo buscando información sobre invertebrados en la Montaña Palentina y, si bien no he logrado identificar a estos pequeños amigos aún, mi curiosidad me ha llevado a aprender que en nuestra zona hay un escarabajo muy raro y especial, el escarabajo ciervo, del que seré muy consciente la próxima vez que salga de excursión, a ver si tengo la suerte de toparme con uno.
Conocer el proceso, o en mi caso el camino, también hace que la atención se pueda focalizar en las diferencias entre otras subidas y esta: no he visto renacuajos de tritón alpino en el arroyo, no hay tantas flores de digital purpúrea esta vez, y ni una sola genciana amarilla, algo que me preocupa porque son especies que deben su existencia a la pureza de los ecosistemas… veremos si ha sido solo casualidad o un efecto más de la nefasta interacción de los humanos con el medio natural.
Lo mismo sucede con los alumnos: cuando conocen bien el proceso porque la evaluación formativa se ha llevado a cabo adecuadamente, pueden fijarse en sus carencias, en lo que aún falta por dominar o por aprender, en la diferencia de sus resultados con los de los compañeros o en el análisis de sus errores. Y eso no significa que sean mejores o peores, solo que son conscientes y están atentos.
Por último, en cualquier proceso de evaluación y en las subidas a la montaña también hay mucho de autoevaluación y de metacognición. Ser más consciente del camino que transito y de las características de esta Montaña me hacen analizar cada vez con más precisión cómo me siento en la subida o en el descenso, si estoy dosificando bien las fuerzas, si me duelen más los gemelos o los cuádriceps, y cómo pisar para que los tobillos y rodillas no acaben hechos cisco al día siguiente.
También analizo la altura ideal del bastón de apoyo, para qué me sirve tomar un refuerzo de glucosa aquí o allá, y si llevo esta vez menos peso en la mochila que en pasadas ocasiones. La primera vez que subimos a una de las cumbres más altas de esta zona, el Pico Murcia, a 2341 m, a uno de los integrantes del grupo le dio una “pájara” en la subida final porque en la única mochila llevábamos hasta un tupperware con una tortilla…. Ahora siempre llevamos lo mínimo, nuestro peso es fundamentalmente el agua potable, que nunca falta, y lo repartimos todo en varias mochilas.
Pensar en experiencias previas me ayuda a analizar si el cielo se está oscureciendo y deberíamos bajar rápido antes de ponernos todos en riesgo, si queda suficiente agua para el camino que le resta al grupo, si he de reponer el filtro solar; si es el momento de abrigarse o, por el contrario, no me va a valer de mucho que el sudor se quede atrapado bajo el forro polar y luego esté empapada a la hora de parar a descansar.
Pensar en qué he aprendido en ascensos anteriores, qué puedo aplicar de lo ya conocido en esta ocasión y qué debo recordar para futuros caminos es un excelente ejercicio de metacognición que refuerza los aprendizajes que mi familia y yo nos llevamos cada año de este precioso rincón del mundo.
Eso sí, siempre en equipo. Es que somos defensores a ultranza del aprendizaje cooperativo.
Qué bonito análisis de vuestro ascenso a la montaña y ese paralelismo con el proceso evaluativo del alumno. Eres una joya, Eva. ¡Cuánto nos ilustras a quienes nos dedicamos a esta bello oficio de acompañar a los jóvenes en sus aprendizajes!
Lo recordaré durante el curso que está a punto de comenzar.
Me alegro de que encuentres esta reflexión útil, Almudena. Bien sabemos los que nos hemos dedicado a esto durante tantos años que lo importante es el camino y el disfrute de los aprendizajes, y no tanto si el resultado se alcanza antes o después… cuando el camino se anda adecuadamente, se llega siempre. Un abrazo, Eva
Bellísimo!, un exelente trabajo de análisis, comparación y sintesis del proceso de evaluación, me resultó muy ameno y lo mejor fue que de una manera muy elegante nos lleva a empatizar con los alumnos, y fue muy bello compartir esta excursión con las hermosas imágenes, sin duda un método muy amigable en todo sentido.¡gracias por tu generosidad para compartir tu trabajo !
Me alegro de que te haya gustado y te haya resultado útil, Ada. Compartir es vivir y creo mucho en la inspiración entre profesionales de la educación, así que un placer compartir estas reflexiones con quien quiera leerlas. Un cordial saludo, Eva
Estimada Eva:
Me ha encantado el artículo. Me quedo con las ideas de llegar juntos a la cumbre,ser un equipo y entender y ver las diferencias de nuestros alumnos.
Un cordial saludo