Cada instante es igual al otro y no existe ni un ritmo ni un rumbo que dé sentido a la vida. El tiempo se escapa porque nada concluye, y todo, incluido uno mismo, se experimenta como efímero y fugaz.
BYUNG CHUL HAN. El Aroma del Tiempo
Observa el tiempo y te librarás de él.
HENRY BERGSON. Memoria y vida: textos escogidos por Gilles Deleuze
Es una mañana fresca y soleada, de sábado, entrado octubre. Ha llovido los días anteriores y se oye un lejano rumor de agua desde la valla del fondo del jardín, que da al valle por el que transcurre el arroyo de san Juan. En las ramas de los pinos, dos carboneros van dando saltitos y vuelos breves de rama en rama. Me quedo quieta y paso un buen rato mirándolos, embelesada. Escucho sus trinos. Me encantaría algún día distinguir el canto de las especies que habitan el jardín, aunque me doy cuenta de que, para que esto sucediera, tendría que dedicarle un tiempo a esa tarea que no siempre tengo…
En ese momento, mientras escucho el rumor del arroyo y a los dos carboneros piando, recuerdo una leyenda de las Cantigas de Santa María de Alfonso X el Sabio. Cuenta lo que sucedió a un monje que se quedó dormido escuchando a un pájaro y despertó muchos años después. Entro en casa y busco en mi biblioteca el libro, porque no consigo recordar los detalles de la cantiga. Tomo el libro y salgo al sol, a leer en el banco del jardín. Aquí está: es la cantiga 103. El monje le pide a la Virgen poder ser testigo de las bienaventuranzas que podrá disfrutar en el paraíso y la Virgen, como sucede en todas las composiciones, le concede su petición a su fiel servidor. Un día el monje va paseando cerca de su monasterio y entra en un huerto, en el que se entretiene con el rumor de una cascada de agua y por el cautivador canto de un pajarillo. Tanto placer y relajo le producen ambos sonidos, que el monje se queda dormido junto al arroyo. Cuando despierta, regresa al monasterio, pero ya por el camino encuentra cambiados los paisajes y senderos. Al llegar al monasterio, le abren las puertas monjes que no le reconocen; y cuando todo se aclara, el monje descubre que han pasado trescientos años y que, efectivamente, ha pasado todo ese tiempo en el paraíso. Mientras releo la cantiga que había quedado anclada en mi memoria, quién sabe por qué motivo, y hoy me han traído los carboneros, sus vuelos y trinos, recuerdo también algo que aprendí hace poco de Joaquín Araujo: la palabra paraíso viene del persa y quiere decir «lugar con árboles y agua».

En estos meses de pandemia, ha habido muchas ocasiones de experimentar acontecimientos especiales y momentos de toma de conciencia. Kairós me ha acompañado en el jardín. Tiempo para pararse a vivir, para conceder al transcurrir del tiempo un valor diferente, experimentado sin la prisa agónica que todo lo había llenado antes. Tiempo perdido e impreciso, tiempo ganado para mí y para habitar el mundo desde otro lugar. Antes de la pandemia, experimentaba a Kairós casi únicamente en mis tres semanas de vacaciones estivales, perdida en un pueblo de montaña, viviendo casi al ritmo de la luz solar y me angustiaba hasta el punto de llorar cuando llegaba ese momento de volver a Madrid, a las servidumbres de los horarios rígidos de los trabajos y de la vida en la urbe. Escucho dentro de mi cabeza la advertencia casi diaria de Andrés, en el pasado: «no salgas cinco minutos más tarde de la cuenta, si no quieres encontrarte el gran atasco en los túneles de la M-40». ¿Cómo pude vivir así durante tantos años sin volverme loca? Me sonrío mientras miro cómo se tamiza la luz del sol mañanero entre las ramas de los árboles donde los carboneros y los gorriones siguen con sus piruetas. No me volví loca: es que una sociedad que acepta como normal ese ritmo ya lo está. Loca de remate.
Pienso ahora, tras releer la cantiga y volver atrás a mi época de estudiante de Filología Hispánica, que hay un tiempo falso y uno verdadero. El falaz es ese tiempo objetivo, exacto y uniforme que marca el reloj. El tiempo verdadero es el vivenciado, el subjetivo. Ese tiempo del que hablaba el filósofo francés Bergson: un tiempo que tiene razón de ser y existir en tanto que es vivido por cada uno de nosotros y que por eso es significativo, pero irregular, voluble y caprichoso. Relativo, como la deformación del espacio-tiempo de Einstein, del que cuentan que siempre usaba esta historia cuando le pedían que diera una definición para dummies de lo que era su teoría de la Relatividad: «imagínese a sí mismo sentado unos minutos sobre una estufa y le parecerá un tiempo interminable; el efecto es el contrario si usted tiene una chica bonita sobre sus rodillas, las horas le parecerán minutos».
Vuelvo atrás con la mente, como en un flashback cinematográfico y recuerdo cuando, en medio del confinamiento forzado durante la primera ola de la COVID-19, bajaba cada mañana hasta la valla trasera para ver el hinojo silvestre florecido, lleno de umbelas amarillas. Escuchar entonces el zumbido de cientos de abejas mientras libaban en los ramilletes amarillos era una de las mejores medicinas para el incipiente miedo con el que las noticias de la televisión nos bombardeaban a diario. Me sentaba en el columpio y cerraba los ojos, como el monje de la cantiga 103. Y daba gracias a la vida por estar sana, por tener a mis hijos y a Andrés conmigo, por poder oler y ver la primavera en el jardín. No me sentí encerrada ni prisionera ni un solo momento. Los días se inundaron de un ritmo diferente, cocinábamos juntos, comíamos y cenábamos en familia comentando las noticias, cocíamos pan casi a diario. Y cada día estaba lleno de acontecimientos sencillos pero trascendentes.
Luego llegó el final de mayo y nos dejaron salir. Y todo se aceleró de nuevo.
No sé si era solo una impresión mía, pero me parecía que la gente conducía más rápido, buscaba frenéticamente las actividades de antaño, deseando recuperar el tiempo perdido y volver a una normalidad que ya nunca podrá ser la misma, porque los acontecimientos que hemos vivido nos van a dejar un mundo muy diferente. Ver a muchos de mis semejantes acelerarse de nuevo me parece solo un síntoma de que no llenamos nuestro tiempo teniendo en cuenta la calidad de lo que hacemos, porque prima la acumulación de las experiencias. Parece que cuantas más experiencias amontonamos, más vivimos. Y ahora veo que no es cierto. La compulsión acumulativa muestra que no siempre sabemos estar a solas con nosotros mismos, no disfrutamos de la parsimonia y la lentitud, una buena dosis de vida contemplativa que nos devuelva luego con fuerza a la vida activa, como pautaba san Gregorio Magno.

Dice el filósofo coreano Byung Chul Han que hemos pasado de la sociedad del control y la disciplina externa descrita por Foucault a la sociedad del rendimiento, en que el sujeto se autoexplota creyendo ser más libre. Nos forzamos a nosotros mismos a un devenir frenético, de trabajo, pero también de diversión. Un «yes, we can» que sin embargo nos produce depresión y agotamiento al final y en el que acabamos diciendo «no puedo más». Byung Chul Han habla en su libro La sociedad del cansancio del «infarto psíquico» y me parece estar contemplándolo en la forma en que la sociedad se ha ido insensibilizando poco a poco ante lo que está sucediendo. Han pasado los meses y hemos ido normalizando los datos de contagios y de muertos. Sin embargo, eso no significa que todo lo sucedido no haya dejado una huella profunda en lo que somos y cómo experimentamos la vida. Al menos, a mí me ha transformado. Así que tendré que buscar el tiempo para aprender a distinguir los trinos de los pájaros del jardín.
¿Quieres seguir leyendo este ensayo? Ya la venta en: AMAZON
Deja una respuesta