A Fernando Expósito. Por el aprendizaje compartido y en el deseo de que nos dure muchos años.
Es julio en Madrid y cada verano la canícula estival se hace más evidente. Todos los días lleno la regadera verde y riego con cuidado las macetas que rodean el banco del jardín. Hay pequeñas plantas de albahaca, otras de menta, un aguacate enorme que pronto habrá que trasplantar a tierra y dos más pequeños que nacieron en el invierno. Están las macetas con hierbabuena, las de cilantro y el perejil rizado. También los pequeños “hijos” de los aloes que voy entresacando de las raíces de los que se han hecho enormes… Son los pequeños de hoy que, en un futuro y cuando engrosen, irán al rincón que hemos bautizado como el “jardín canario”: aloes y piedra volcánica. Mucho más sostenible y acorde con este cambio climático que ya tenemos encima y que recientemente nos ha hecho eliminar gran parte del césped que nos ha acompañado durante 18 años, desde que nos mudamos a nuestra casa.

En otro rincón del jardín, escondidas bajo las ramas de una encina y a la sombra, están las macetas de hortensias y dieciséis brotes de encinas. La pasada nochevieja, antes de que supiéramos lo que se nos venía encima con la pandemia del COVID-19, mis hijos, Andrés y yo decidimos plantar treinta macetas iguales con treinta bellotas, como forma simbólica de contribuir a la Agenda 2030. Queremos, algún día, trasplantarlas en el bosque que rodea nuestra casa y sustituir a las muchas encinas que en el 2018 y 2019 se secaron por culpa del hongo de “la seca”, una de las plagas que está diezmando las dehesas y encinares españoles. A pesar de haber tenido una primavera exultante, lluviosa y libre del pernicioso efecto de los humanos, que andábamos confinados, solo han salido 16 plántulas de las 30 bellotas, así que hay que cuidarlas mucho para que algún día lleguen a ser árboles que nos ayuden a recuperar el bosque.

Cuando uno siembra, tiene que responsabilizarse en cuidar y regar. Si solo un día me olvidara de la rutina de llenar la regadera las cinco o seis veces que exige atender a todas las macetas que he ido enumerando, correría el riesgo de ver morir las plantas que con tanto cuidado he sembrado, sola o en compañía de los míos.
Educar se parece mucho a esta responsabilidad de cuidar amorosamente de las macetas. Educar es sembrar en otros (sean tus hijos, tu alumnado o el profesorado al que acompañas) vida intelectual, ética, moral… y hacerla germinar. Y hay que asumir plenamente y con mucha entrega la tarea, porque eso significa, etimológicamente, “responsabilidad”: obligarse y comprometerse, para dar correspondencia a lo prometido. Responsabilizarse aunque un día no tengas el ánimo de acarrear la regadera de un extremo a otro del jardín, aunque alguna vez no estés “a tope”, quisieras ser más anónimo o no cargar con tus compromisos; aunque te resulte incómodo ser tan consciente del poder de tus palabras, de tu mirada y de tus gestos para con otros. Otras veces no es cuestión de incomodidad o de falta de ánimo; es que vas corriendo, en la urgencia del día a día, atrapado en ese apresuramiento que no te deja ver lo importante de una mirada cuando el otro la necesita, o de una palabra en el momento preciso. Los olvidos pueden ser fatales.

Soy madre, soy hija, soy profesora y formadora de maestros y profesores, así que tengo cuádruple responsabilidad, y no siempre he sabido estar a la altura. Durante mucho tiempo, cuando fallaba, me sentía culpable y la culpa (dichosa tradición judeo-cristiana) atenaza y asfixia. Hace ya un tiempo decidí que, dado que la culpa no ayudaba, era mejor aceptar e integrar la equivocación. La disciplina positiva también nos lo enseña: eduquemos en la aceptación de que cada hecho, por pequeño que sea, tiene consecuencias. Eduquemos empoderando y haciendo que nuestros niños y adolescentes sean responsables, en lugar de vivir desde la culpa, la tristeza y las inseguridades. Somos humanos, somos imperfectos. En esa imperfección está, paradójicamente, nuestra capacidad de crecimiento. Y una vez que se asume la “irresponsabilidad” cometida, hay que mostrar el respeto al otro, comprometerse de nuevo con aquel a quien has fallado para enderezar las cosas, antes de que sea demasiado tarde y la pérdida sea irremediable. Pérdida de confianza, pérdida de apego, pérdida de relación humana, pérdida de la salud, pérdida de nuestros valores como sociedad.

El verano y la canícula estival de la que hablaba al principio de este post nos ha traído, también, un grado de irresponsabilidad preocupante. Veo gente por la calle sin mascarilla o llevándola en el codo; veo aglomeraciones en los bares, las playas y paseos marítimos, los parques y las aceras de las calles. Es que la mascarilla da mucho calor, oigo decir a algunos. Se nos han olvidado muy pronto las muertes, el sufrimiento, los daños colaterales a nivel económico y social que ha traído el obligado confinamiento para doblegar la “dichosa curva”. Asumamos, como adultos, nuestra responsabilidad, tanto para con las demás personas con las que convivimos, como con nuestros menores.
Como madre, me toca asumir la conversación incómoda con mis hijos adolescentes para hacerles entender que, aunque les fastidie, hay que mantener todas las precauciones con esos amigos con los que se divierten (¡¡claro que tienen derecho a ello tras tantos meses de confinamiento!!), pero que deben divertirse con cuidado, porque cualquiera de ellos, incluidos mis hijos, pueden ser casos asintomáticos y poner en peligro a propios y ajenos.
Como hija, me corresponde hacer entender a mis padres que no les quiero menos por ser menos efusiva que de costumbre, sino que actúo así por su propia seguridad.
Como educadores que somos, (y aquí recojo la reflexión de una excelente profesional y profesora de Secundaria, Miriam Jorge) nos tocará recordar a nuestros estudiantes que es ahora cuando “hay que ser más comuna que nunca” y aplicar en la vida real lo que aprendieron en las aulas sobre el sentimiento de grupo y la empatía. Recordarles su responsabilidad porque las muertes no son números fríos, sino personas; y porque no podemos olvidar tan pronto el trabajo de todos los profesionales que han cuidado de nosotros en el fragor de la pandemia.
Que no se nos olvide asumir nuestra responsabilidad, regar nuestras pequeñas plantas, hacerlas crecer fuertes, aunque tomar nuestra regadera llena de agua y acarrearla a veces nos cueste.
En lo peor de la batalla contra el COVID-19 hemos sacado lo mejor de nosotros mismos, como sociedad y desde muchos colectivos. De eso tampoco debemos olvidarnos. Personas como Fernando Expósito, uno de mis “maestros de corazón y vocación” favoritos, que han estado más que dispuestos a asumir su responsabilidad docente, a sacar oportunidades magníficas de aprendizaje de toda esta situación. Fernando fue ese maestro que consiguió luchar contra el coronavirus a base de escribir cartas con sus alumnos del CEIP Beato Simón de Rojas; cartas que ayudaron a aliviar el sufrimiento de los enfermos en los hospitales madrileños.
Logremos ahora, entre todos, que las próximas cartas sean las de despedida a esta pesadilla en la que aún estamos inmersos. Eduquemos desde la responsabilidad, la nuestra y la de aquellos que nos rodean. Y si en algún momento hemos sido un poco menos responsables, toca asumir que debemos hacerlo mejor y enmendar aquellas situaciones en las que no supimos conducirnos, antes de que el peso insoportable de las muertes y el sufrimiento ajeno nos hundan como sociedad y como individuos. Prefiero que mis hijos sientan responsabilidad a que se llenen de culpa.
¡Qué belleza, Eva! Es un texto escrito desde el corazón, pero también desde la razón. Suscribo toda tu reflexión, en contenido y forma, con la sensibilidad que te caracteriza y que la hace más valiosa. Cuando somos conscientes de los errores que cometemos, los aceptamos y aprendemos de ellos procurando no volver a cometerlos, sobre todo si con ellos hemos herido a alguien sin querer, el dolor es inevitable, pero la culpa no hace ningún bien. Es mejor la responsabilidad y el propósito de enmienda.
Lo comparto, si me dejas.
Gracias por tu comentario tan generoso, Almudena. Y claro que puedes compartir. Ya sabes que pienso como tú: compartir es vivir.