En la sociedad de la “modernidad líquida”, del individualismo egoísta, la autocomplaciencia, la recompensa automática y la inmediatez, es muy complicado desarrollar en los niños y adolescentes la paciencia y la resiliencia suficientes para aprender reflexivamente, con calma y sin rechazo a la idea de que, casi siempre, lo que merece la pena se consigue con tiempo y esfuerzo. Sin embargo, en los entornos inciertos, cambiantes y volátiles en que nos movemos, es cada vez más importante que la Educación prepare a las personas para sobreponerse y levantarse tras una dificultad o un fracaso y desarrolle en ellos la competencia de aprender a aprender.
Cuando la imagen y la comunicación no eran inmediatos
Advierto de que este es un post teñido de un velo nostálgico, escrito desde la conciencia de vivir que me dan mis casi 46 años. Espero que hablar de cuestiones del pasado no impidan al lector entender que, como siempre, lo que me preocupa es cuidar del presente y del futuro.
Al volver de mis vacaciones, me doy cuenta de que en mis 10 días en Noruega han generado más de 400 fotos y unos 30 vídeos en la tarjeta de memoria de mi smartphone. Soy muy consciente de que acabaré revisitando las imágenes que en estos días me dio tiempo a subir a la red social de Facebook o de Instagram, como me ha sucedido con otras vacaciones de ensueño desde hace ya una década. Vivimos tan deprisa, que aquello de generar el “álbum de fotos” lo vamos posponiendo…..Y al final, a no ser que nos encante la fotografía, acabamos almacenando las miles de instantáneas en las tripas de nuestros ordenadores o en carpetas en la “nube”, pero son tantas que no solemos ojearlas a menudo.

De repente, me da por pensar cómo hacíamos las fotos de los momentos especiales de nuestra vida hace apenas tres décadas. Lo primero era seleccionar el momento que sería inmortalizado. Los carretes de fotos de 12, 24 ó 36 exposiciones eran caros… Lo siguiente, había que esperar días, incluso semanas, a que las fotos fueran reveladas en un laboratorio fotográfico.
Recuerdo perfectamente la sensación de abrir la solapa del sobre donde te hacían entrega del resultado final; la expectación exultante por ver cómo había salido esa foto del momento que habías escogido… La realidad era que, en muchas ocasiones, dado nuestro escaso conocimiento sobre el arte fotográfico y al hecho de que no había videotutoriales que nos explicaran las diferencias entre las ISO, nuestros resultados finales tenían un contraluz que dejaba las caras en oscuridad, estaban movidas o habíamos metido el dedo delante del objetivo. En ese momento, había que dominar nuestra frustración y nuestra decepción por no tener el resultado esperado. Pero guardábamos esa foto en nuestros álbumes o caja de latón y aprendíamos la lección. Era un recuerdo demasiado valioso para descartarlo.
El modo de comunicarnos con los amigos que vivían lejos también nos exigía mucha paciencia. Hace dos décadas que empezamos a utilizar el correo electrónico de manera asidua (hoy en día lo del email empieza a ser considerado ya casi como una herramienta obsoleta…) pero en mi adolescencia te comunicabas a través de correo postal con los amigos de provincias que habías frecuentado en vacaciones. En el caso del intercambio epistolar, o tenías paciencia o mejor te colgabas del teléfono y te arriesgabas a que tus padres te echaran tremenda bronca cuando llegaba el recibo del teléfono y venían las “conferencias con provincias” que habías puesto… y que hacían subir terriblemente el precio de la factura. Como la conversación del teléfono, además, no se podía releer una y otra vez (he llegado a releer la misma carta de un amigo o de un noviete de verano adolescente cientos de veces), yo prefería lo de la escritura. Y todo el ritual se repetía: primero, escribir esta carta y escoger las palabras adecuadas; después, esperar a que llegara a su destinatario y cruzar los dedos para que la dirección estuviera bien escrita, no se la devolvieran al remitente o recibieras respuesta. De nuevo, me vuelve la sensación de regocijo que me envolvía al llegar de la escuela o del instituto y ver que, en el fondo del buzón de casa de mis padres, descansaba la misiva de la amiga que no verías, con suerte, hasta el verano siguiente…. Y he de confesar que echo mucho en falta esa sensación, que ahora solo recupero cuando alguno de mis amigos, sabedor de lo que me gusta el género epistolar, envía una carta o una tarjeta por mi cumpleaños.

El facilismo que impide la paciencia y el aprecio de lo importante
Hoy vivimos en la inmediatez. En la inmediatez de la imagen y de la comunicación…. una celeridad tan apremiante que a veces ni siquiera escribimos un Whatsapp y preferimos mandar un archivo de audio o usar emoticonos, porque no tenemos ni siquiera la paciencia de elaborar un mínimo de discurso escrito. Sin embargo, cuando llega la Navidad o el Año Nuevo, mucha gente me comenta que le sigue gustando recibir una tarjeta de felicitación por correo ordinario y que lo prefiere mil veces al consabido mensaje compartido en alguna red social, del que muchas veces sospechamos que ha sido reenviado…. La sensación que nos produce un hecho comunicativo personalizado, esa tarjeta escogida especialmente para ti, ese párrafo que ha llevado un tiempo redactar y ha sido pensado en especial para cada uno de nosotros, sigue siendo vital a nivel humano.
Todo es tan raudo y tan sencillo en esta cultura de la inmediatez y del facilismo que a la vez no lo apreciamos, porque la sobresaturación de estímulos, de mensajes y de objetos hace que no seleccionemos bien qué merece la pena elaborarse o conservarse y qué no. Y en definitiva, cuando tengo que encontrar algo en la carpeta del ordenador en la que volqué las fotos que llenaban la tarjeta de mi smartphone, o no he almacenado de forma organizada, o no es tan sencillo distinguir qué foto es la que tenía la sonrisa más conseguida (tiramos varias fotos del mismo momento con pequeñas variaciones) o directamente desisto.
La cuestión es que yo puedo reflexionar sobre estos cambios sociales y culturales como adulta de 46 años que mira hacia atrás y observa el camino recorrido. Mis hijos y alumnos, sin embargo, solo pueden hacer esta lectura a través de mis ojos. Tengo la sensación de que las generaciones de niños y adolescentes de hoy no han desarrollado esa capacidad de posponer la recompensa (en mi caso, las fotos o las cartas de mis amigos de verano) por la inmediatez y el facilismo que les rodea. Y esto tiene un gran peligro asociado: no han desarrollado del mismo modo la paciencia y les falta mucha resiliencia ante los problemas que se les puedan presentar. Para terminar de agravar la situación, el estímulo obtenido resulta tan inmediato y tan fácil de obtener que realmente el nivel de disfrute es más superficial y no siempre son capaces de distinguir lo esencial y lo genuino de lo superfluo. El ruido ensordecedor de la sobrestimulación de las pantallas, como dice Catherine L´Ecuyer, o la borrachera digital de mucho ruido y poca señal, de la que habla Cristóbal Cobo, son muy peligrosos para el aprendizaje.
Hace poco he visto una caricatura en la que se mostraba a un padre que había subido a una cumbre de una montaña con sus hijos para ver una puesta de sol, y les decía “mirad, hijos, qué maravilla”. A lo que uno de los niños respondía: “Jopé, papá, hacernos caminar dos horas para enseñarnos un salvapantallas”. Dejo al lector la reflexión. A mí me causó honda desazón pensar que lo que escondía el chiste no era, para nada, una exageración.
Para los que están leyendo y pensando que soy una anticuada y una negacionista del progreso y lo positivo que nos han traído las nuevas tecnologías, les pido que lean otro de los posts que escribí hace un tiempo en este blog.
¡¡Por supuesto que les reconozco grandísimas ventajas, máxime si nos referimos a cuestiones de comunicación!! La existencia de las redes sociales, las herramientas de videoconferencias como Skype o Hangouts, los chats de Instagram o el Messenger me regalan a menudo recompensas fantásticas. La primera, poder comunicarme a diario, de una manera sencilla y poco costosa económicamente, con mi hijo, que está estudiando el Bachillerato Internacional en Noruega. Sé bien de lo que hablo: viví separada de mi familia y amigos durante cuatro años en el EEUU de finales a los 90. Solo podía llamar dos veces en semana por teléfono, no más de 15 minutos, si no quería arruinarme pagando facturas telefónicas, y mis padres tardaron casi un mes en recibir unas fotos de cómo era mi nuevo apartamento, las calles de la ciudad donde vivía y los edificios de la universidad en la que comenzaba mi Doctorado en un ya lejano 1997. En el año 2019, casi puedo compartir con mi hijo mayor la hora de la cena, mientras su padre, su hermano y yo estamos en España y él estudia en su habitación de la residencia escolar. Todo esto es una maravilla que no nos condena a vivir tan aislados ni sentir la morriña de la tierra, la familia y los amigos, pero también es cierto que aquella recompensa de abrir apresuradamente el sobre de una carta escrita por mi novio, ahora esposo, 4 días antes en Madrid, no se puede cambiar por nada. Sé perfectamente dónde está la caja de cartón que conserva todas esas cartas y los álbumes de fotos en papel de aquellos años, que me han acompañado durante muchas tardes de sofá en mi casa mientras contaba a mis hijos historias de aquellos días. Y sé perfectamente lo que me enseñaron aquellos años y aquellas vivencias. Sin embargo, no podría decir a ciencia cierta cómo ni dónde tengo organizadas las toneladas de gigas de fotos, vídeos e imágenes o de emails de los últimos años.
Soy consciente, también, de que la palabra “resiliencia” que he usado en el título de este post está teñida hoy de connotaciones que no siempre resultan cómodas, porque se ha asociado a la idea de la vulnerabilidad y, de paso, a la debilidad y la precariedad que debe aguantar el resiliente. Creo que el lector entiende que no me estoy refiriendo a esa cadena de connotaciones del discurso neoliberal, sino a la capacidad humana para rehacernos en caso de dificultad o de fracaso, sea este laboral, profesional, personal o espiritual. La inmediatez de la recompensa y la falta de paciencia para posponer el premio hacen que los niños y adolescentes de hoy tengan más complicado desarrollar la capacidad de aprender a aprender. Tenemos evidencias científicas de que el aprendizaje profundo necesita de estímulos repetidos y sostenidos en el tiempo. Desarrollemos, pues, en ellos, la paciencia necesaria para la repetición y el esfuerzo que les llevará a los aprendizajes verdaderamente importantes.

Y hagámosles ver, como padres y educadores, que ningún salvapantallas ni ninguna experiencia de AR puede sustituir una puesta de sol desde la cumbre de una montaña.
Muy buena reflexión que comparto al 100%
Gracias, Ana. Me alegro de no ser la única que vea las cosas así. Pero seguro que la sociedad y los educadores encontraremos la forma de reconducir esta falta de paciencia y resiliencia.
Con la resiliencia y la creatividad pasa un poco como con el huevo y la gallina, no sabríamos decir quién llegó primero, pero uno no existe sin el otro. Si resulta que cada vez hay más voces alertando sobre la merma de la curiosidad y la imaginación de nuestros pequeños como consecuencia de una sobreexposición a la pantalla, me pregunto si no afectará esto también a su resiliencia, entendida ésta, repito tus palabras porque las suscribo, como la capacidad humana para rehacernos en caso de dificultad o de fracaso.
Creo que has resumido muy bien aquello de lo que intento alertar en el post… es una llamada de atención, desde luego. Un saludo, Cristina.
Hola Eva.
Muy cercano lo que escribes, my cercano y muy necesario decirlo y gritarlo a los cuatro vientos…se está perdiendo la esencia vital del ser humano, de las personas: VIVIR.
Vivir en un mundo donde existen otr@s diferentes a nosotros, vivir en un espacio donde ocurren cosas que pueden no gustarnos, vivir en un espacio donde es necesario trabajar y esforzarse para avanzar, vivir en un entorno donde existen virus, bacterias, enfermedades, vivir en y con un cuerpo que envejece y muere, vivir en un contexto donde se gira sobre si mismo y alrededor del sol y eso se hace en 24 horas y 365 días,…y un larguísimo etcétera.
Y surge una pregunta ¿reconocemos y ACEPTAMOS todo eso que implica la maravillosa experiencia de vivir?, o acaso ¿la intolerancia a todo lo que no sea «bueno, aquí y ahora» crece por momentos?.
La tecnología, la capacidad de construir un mundo idealizado y virtual, está teniendo el efecto de «plastificarlo» todo, de hacerlo aséptico. De ir deprisa. «todos ha de ser según lo que se muestra en las pantallas: perfecto». Y claro, cuando toca vivir pues parece que cada día se sabe hacer peor.
Desafortunadamente, lo vemos todos los días en terapia, todos lo días
Trabajar la capacidad de aceptación y autoaceptación (que nada tiene que ver con la resignación :-)) es una necesidad a gritos!!!!.
Feliz día
Gracias de nuevo por tus reflexiones Eva.
Feliz Día
Gracias a ti por enlazar una reflexión tan rica y tan pertinente, aún más en medio de la pandemia que nos está tocando vivir. O aprendemos a lidiar con el mundo volátil, incierto y complejo que tenemos, en un talante constructivo, a fluir, a aceptar, y a vivir en gratitud por el mero hecho de levantarnos cada mañana y poder seguir seguir adelante, o vamos muy mal…. Pero quiero ser optimista, y te agradezco que entre todos vayamos construyendo esa voz de aceptación y resiliencia (ya lo decía San Agustín: conócete, acéptate, supérate). Un cordial saludo y feliz día